29/10 - A primera hora de la mañana Johana y Victoria marchan al aeropuerto, dirección N.Z.. Johana pasará unas semanas en el norte y luego irá a trabajar a Australia. Victoria recorrerá todo el sur durante dos meses. Y yo, desde muy temprano, me dirijo a la agencia Jetsave para comprar un billete hacia la isla de Mangaia, la más al sur del archipiélago. Como tengo tiempo y 334$nz que cuesta, quiero hacer unos pateos interiores en busca de unas grutas volcánicas. Luego iré, también, a las islas de Atiu y Aitutaki. Una llamada de teléfono al hostal Mangaia Lodge y quedo con PapaToro, el encargado de cuidarlo que me irá a recoger a mi llegada al aeropuerto. La noche cuesta 40$ los cuatro primeros días y los siguientes me los deja en 30$. En un principio el billete es para 4 días, y si la cosita se pone interesante estaría al menos una semana.
Al día siguiente Adrianne, la dueña del Tiare V. me alcanza al aeropuerto en la furgoneta Toyota del complejo. Son las 9 de la mañana y hace un calor insoportable. Pocos son los pasajeros que esperan el avión, un bimotor 10 plazas de Air Rarotonga, la única compañía, cara pues, y la que tiene el mercado de los precios, "sin competencia". Mientras nos vamos elevando las vistas sobre la isla son espectaculares. Todo el verde que rodea las montañas se junta con el azul marino de la costa, y allá al fondo, el turquesa de la laguna de Muri. Somos 5 pasajeros, los últimos asientos están tomados por cajas de cartón sin amarrar. 45m de vuelo muy tranquilo, y tras pasar la costa de Mangaia recargada de palmeras y vegetación hasta la misma orilla, mientras descendemos hacia la psita del aeropuerto más pequeño que jamás hubiera visto en mi vida...aaaaaaiiiiiiiquenossaaliiimoooossss!!! Juuuustiiiiito. El aparato paró casi al borde final de la pista... sin problemas.
Una ligera lluvia nos recibía, y allí se encontraba PapaToro esperándome con su ranchera Nissan, la más utilizada en las islas Cook, para llevarme a la casa que dirige junto a su mujer, en el pueblo de Oneroa, y que se encuentra enclavada en lo alto de un Makatea ( risco coralino formado como consecuencia de diversas erupciones volcánicas que ha hecho elevar el terreno hasta varias decenas de metros con relación al nivel del mar). La casa es de estilo colonial, bastante bien cuidada. Tiene tres sencillas habitaciones con varias camas. La mía sólo una de 135cm, baño exterior en una habitación aparte, cocina antigüa, muy deteriorada y llena de hormigas por la poca higiene, un corredor-terraza interior con ventanas siempre abiertas y un jardín bien cuidado con cocoteros que asoman al mar. Es bastante acogedora.
Ésta es la isla más al sur del archipiélago, casi toda rodeada por el Makatea, de hace mas de 18 millones de años, y donde se han producido también muchos huecos internos en la lava, por la acción de los gases, y donde es posible penetrar hasta varios cientos de metros. Se precisa buenas linternas y guías del lugar. Algunas con estalactitas y estalagmitas de muy diversos colores, y flora autóctona. La más impresionante Te Rua Rere, al oeste de la isla, donde hay esqueletos de antiguos pobladores, Tuatini, o Toru a Puru donde también hay útiles de trabajo, armas y artefactos sagrados. La isla se surte de varias tienditas de comestibles, pero hasta que el próximo barco llegué de Rarotonga con nueva mercancía podría pasar hasta dos meses, por lo que los precios doblan. Hay varias iglesias, católicas, cristianas y adventistas. El único lugar donde es posible nadar es en el muelle, ya que la laguna coralina que bordea toda la costa es de muy poca profundidad, y el coral es muy cortante e infeccioso. Aquí el pescado de la laguna es venenoso y no lo suelen comer, por lo que hay que salir fuera, en canoa (de árbol ahuecado a mano), a pescar en profundidad, y el gasóleo es caro, por lo que pocos se dedican a la pesca. Algunos con largas cañas de bambú se arriesgan desde el borde del arrecife, con el peligro de ser revolcado por alguna ola.
A mi llegada un pequeño reconocimiento de la zona. Una visita a la oficina del turista, y un amabilísimo empleado me da varios mapas fotocopiados y dibujados a mano, y me explica las posibilidades de pateos a través de la isla.
Pero me llevo una gran sorpresa. Tenía que haber una oficina bancaria, pero hace unos años la cerraron. No contaba con esto, y no había traído suficientes dólares pensando que aquí podía sacar dinero de cajero o cambiar €. Que problemón. No podré pasar la semana en esta isla...
Al anochecer un preocupadísimo PapaToro me pregunta si sé de electricidad, porque su equipo estéreo no funciona... "no sabía conectar los altavoces", y hacía muchos meses que no podía oír Radio Cook, la única que emite en estas islas. Cables en sus agujeritos correspondientes... y voila, conectado... Vaya alegría la del paisano. Me gané la cena: arroz con pollo y 2 chuletas de N.Z. del congelador. Y lo agradecí. Hacía tiempo que no comía carne, por lo cara que está en el Súper. Unas buenas horas ojeando los dos mapas fotocopiados, mientras voy absorbiendo lentamente el té hirviendo que me había calentado, y preparando la próxima ruta.
Al siguiente día, mochila, dos manzanas y un litro de agua, y siete horas de extenuante pateo, bajo un rompedor sol, que gracias a muchos de los altos árboles me podía proteger muy a menudo. Un estrecho camino va marcando la ruta, junto a varios desvíos que a veces confundí, teniendo que retroceder, pero sin llegar a perderme. Desde el pueblo de Oneroa a través de los más diversos tipos de vegetación autóctona se llega al punto más alto de la isla, Ranguimotia (169m), donde han instalado tan "atractivamente" una gigantesca antena de telefonía, y desciende por el sur-este, pasando dos puntos de amplia visión del valle, donde hay varias extensiones de plantaciones de Taro, un tubérculo "muy venerado" en todo el Pacífico, con un azulado mar al fondo. Un desvío hacia el sur accede al poblado de Tamarua, donde se encuentra una de las iglesias mejor conservadas del archipiélago, la cristiana, rodeada de enormes robles en un jardín muy bien cuidado, y ahí reposan los cuerpos de los sacerdotes que han servido y vivido en ella. El poblado se encuentra también en lo alto de un Makatea, y las olas chocan con mucha fuerza, por lo que se puede oír en todo el entorno. Apenas se ve gente. Unos pocos niños juegan en la puerta de sus casas, mientras algunos mayores recogen madera de los alrededores. Tomando un desvío nuevamente hacia el interior de la isla se alcanza un bellísimo lago, el Tiriara, bordeado por una densa vegetación, altísimos bayanos y palmeras. Pero lo que lo hace fascinante es la espectacular visión de una enorme cueva en la base de un altísimo acantilado e inundada hasta su mitad por el agua a la que se puede acceder con una pequeña embarcación. Hay una tarima con bancos y una mesa al borde de la carretera donde se puede descansar y observar todo el entorno. Siguiendo la ruta, ésta se puede acortar a través de la carretera sobre el Makatea que bordea la costa, pero sigo prefiriendo el camino paralelo, por el interior hasta Oneroa. Al atardecer me bañaba relajadamente en el muelle. De vuelta a casa una parada en la tiendilla del pueblo para tomar unas cervezas sentado en una pequeña mesa de bayano que se encuentra fuera, junto a la carretera, mientras veo pasar de un lado a otro a los pocos vecinos que aquí habitan en scooter. Algunos chiquillos se acercan para saludarme y preguntar las de rigor... de donde eres, como te llamas, por que aquí...
Al anochecer un CD de música polinesia suena en casa. Han aparecido dos, uno de ellos tan gastado que se podía ver a través de él. Aprovecho para hacer mi mini colada. Una camiseta y un pantalón corto. Mientras la sopa con fideos japoneses de paquete se va enfriando un poco, sentado en el pasillo-corredor y con una ligera brisa que viene del mar voy leyendo los lugares que visitaré mañana. El té ya no quema tanto y hace la lectura más amena, mientras las piernas me echan humo. El cansancio facilitará el sueño, y la cama me espera, rodeada de una mosquitera que cuelga del techo e impide que los mosquitos me "linchen". Pero a las tantas, un extraño klackido me despierta. Enciendo la linterna... un cangrejo rompe cocos, de muela descomunal, está junto a mi cama. Ha entrado en la habitación y la está tomando con mi zapatilla. La luz lo ha cegado por un momento. Desde que lo toco con la zapatilla un inesperado ataque me hace saltar a la cama. Cabroooon, me asustó. Al lado una cucaracha se esconde bajo la pared de madera que separa las habitaciones. Creo que ha pasado a la otra. El cangrejo no huye. No lo puedo sacar de aquí. Apago la luz... y hasta mañana pues.
Por la mañana, noto las agujetas... y las ocho preparo un nescafé de casi medio litro, y desayuno unos mangos y una papaya que había cogido ayer por el camino. La familia no ha llegado. Ellos viven en otra casa, por lo que la tengo toda para mi estos días. Recojo la camisa tendida y me la vuelvo a poner.... "ahora huele mejor!". Directo en busca de una cueva perdida, aunque es necesario ir con guía local me atrevo por mi cuenta, pues no podría pagar su servicio. Te Rua Rere... suena africano!. Sé que hay restos óseos porque lo leí en L.P. Varios cruces de caminos me hacen perder la ruta, casi dos horas desperdiciadas, y encuentro las cuevas... pero hay tanta maleza que no me permite atravesarla. Ahora es cuando se echa de menos un guía y sus habilidades con el machete... Vale... la próxima vez seré más cauto!!. Siguiendo un camino hacia en noreste se llega a Kerangam un poblado de unos 60 habitantes, la mayoría niños. Y a un kilómetro y medio a Ivirua. Descanso en una tiendita de comestibles mientras un refresco de naranja calma mi sed. La dueña sale y se sienta frente a mí. Charlamos casi una hora de la vida en el pueblo. Y ahí comienzo a tener problemas con los pies. El calzado me ha hecho ampollas en varios dedos. Muchas horas de pateo por duros tramos de coral. Un poco más allá se encuentra los bungalows Aramoana, junto a unas calitas de arena coralina.
Uno de los caminos que abandona el pueblo de Ivirua hacia el interior pasa a través de un estrecho desfiladero de Makatea de casi 100m por unos 20m de altura de coral fosilizado, y de donde han crecido árboles y plantas gigantescas colgados del mismo, desafiando la gravedad. Es impactante atravesarlo. Por momentos la temperatura sube algunos grados y la humedad se siente excesivamente. Al cabo de unos minutos se llega a una amplia plantación de Taro, y que hay que atravesar, entre el fango, donde se conecta con otro camino que sube nuevamente al Rangimotia, para bajar por el lado oeste hacia Oneroa. Esta vez ha sido 9h, y ahora casi que no puedo caminar. Han reventado las ampollas por mi testarudez.
Por la noche unas curas y me pienso si éste es el final de los pateos en Mangaia. El siguiente día es el vuelo de regreso, no hay más hasta el lunes y apena me queda dinero. Aparte, no podré patear en par de días. Si voy a Atiu, otra pequeña isla aquí cerca, podré curar los pies, pescar y sacar dinero del cajero. Así que no cambio el billete y regreso.